Que dos cuerpos no puedan ocupar el mismo lugar al mismo tiempo, es un principio que no se puede rebatir. Pero no por ello se recomienda claudicar en el intento.



Él, como Aquiles, va hacia ella con paso decidido. Ella, como la tortuga, se ha ido un poco más allá para cuando él toma el lugar anhelado. Él, como Aquiles, repite la maniobra y ella de nuevo ya no está y así hasta el infinito. Con el jucio de Zenón –que dice que Aquiles jamás alcanzará a la tortuga– él piensa que no hay cosa mejor que el eterno periplo, que cada vez reduce más la distancia que los separa, que mantiene los cuerpos en prórroga, a punto de tocarse. Que hay razón para que ella siempre se vaya. Que es bueno que él nunca deje de llegar.



Habrá que dar con quienes permanecen tercos en la tarea de inventar la máquina del tiempo, y recomendarles, por bien suyo, la claudicación definitiva.

El afán es romántico y a todas luces loable, pero es mi obligación recordarles que no lo lograrán. No se vea ésta como una sentencia fundamentalista, como una consigna de pesimismo ignorante o como un desplante de arrogancia propia de los ateos. El mito es noble y nadie más que yo hubiera querido hacer de los lugares fechas, y viajar de Calder a Tlatelolco como quien toma un tren. Pero la lógica es cruel y la naturaleza mítica de la máquina es, a su vez, prueba de su propia inexistencia: supongamos que el quehacer de tantos años da frutos un siglo después de hoy, cuando la luz aparece en la cabeza de un científico que se ha encargado de recopilar la divagación de tantos otros, en un sólo experimento que acierta. El nuevo eureka es dicho en secreto, y con seguridad pasará mucho tiempo antes de que el invento lleve una marca y la apariencia de una lavadora de trastes. Si así fuera, la máquina sería usada por aquellos que en el futuro quisieran cumplir una comisión en su propio pasado, que nos incluye. ¿Ha visto usted por ahí una máquina del tiempo? ¿Ha recibido la visita de un bisnieto que, un poco por curiosidad y un poco por la buena oferta de una tienda departamental, se hizo de una de esas máquinas, tan populares para entonces? ¿Ha visto por televisión el encuentro de una celebridad del pasado con un jefe de estado de hoy, quien la recibe con un protocolo adecuado al recuerdo que de ella tenemos? No. Por favor, no busque más. Que nunca hayamos visto una máquina del tiempo, es la mejor prueba de que nunca la veremos. A otra cosa.



A mi superstición arraigada, a mi miedo rídículo por una tragedia siempre dispuesta, a la catástrofe potencial que me acompaña desde niño, habrá que agregar un oasis, un paliativo que aparece de vez en cuando y que hace las veces de día feriado para un trabajador hastiado: cada miércoles catorce, después del día condenado, despierto y reconozco mi cuerpo con un inventario superficial. Completo y convencido de que –por el momento– lo peor ha pasado, vuelvo a dormir.



Apenas me enteré: El emperador, en realidad, sí pudo ver el traje. Su silencio convino al autor de la historia que de otra manera no hubiera escrito, y a la tranquilidad del propio emperador, que buscaba en el ridículo un noble sacrificio que expiara sus culpas de clase.