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Jaime:
Te habrás enterado ya de la pérdida de mi brazo derecho, tal vez por un tercero. O por un cuarto. Agradezco de una vez tu preocupación que adivino, al tiempo que te pido no hacer mucho caso de las especulaciones sobre el desencuentro. La gente parece andar por ahí, buscando convertir las anécdotas de tipos simples en historias bárbaras, y a mi caso le habrán dado ya las dimensiones de Lepanto. Pero no. Mi nuevo aspecto dista de ser escandaloso y la escena de la pérdida no merece tres líneas de un tabloide. El brazo desapareció, así nada más. No supe cuándo ni cómo. La primera vez que me percaté de su ausencia estaba yo en una junta en el café de siempre. Se acercó con puntualidad un hombre que estaría dispuesto a comprarme un par de cajas de loción, e hizo el ademán del saludo que yo ya no puede responder. El hombre, a pesar de la descortesía, dejó un cheque por el total y yo de nuevo no pude extender el brazo –que para entonces estaría muy lejos– como lo hace el caballero que cierra un trato. Salí del café con los papeles bajo la axila y –tengo que decirlo– sin la angustia que cualquier escritor de novelas hubiera querido para mí. Es larga la lista de partes que conservo aun después de la sonada pérdida y si algo de aflicción me ha quedado, Jaime, no ha sido por mí. ¿Puedes imaginar la soledad de un brazo derecho, tirado por ahí, desconectado de un cuerpo que, mal que bien, le ha dado por años razones de ser? Córtale la cola a una lagartija, Jaime, y será la cola la que pegue de brincos por unos minutos, viéndose definitivamente separada de un cuerpo que le ha dado nombre y cualidad. ¿Cómo ser la cola de algo de lo que no estás detrás? La cola se sacude de angustia antes de terminar rendida, resignada finalmente a su nueva condición, mientras la lagartija mira el mundo como siempre lo hizo. Soy la lagartija y, salvo por algunos rumores que me acusan de ingrato, me aflige poco la ausencia. He descubierto que la pérdida es una de tantas cosas subjetivas, y que por lo tanto pierdes algo sólo si lo echas de menos. Así que pronto me puse a actuar como si nada hubiera pasado, y vaya que me he sentido bien. Extiendo el brazo derecho invitando al saludo y a cambio recibo un raro desdén y una nueva mirada de extrañeza. Es su problema. Sigo utilizando el brazo como si lo tuviera. Levanto la bocina del teléfono por la que, invariablemente, no escucho respuesta. Me peino por las mañanas, hago el nudo de la corbata –como siempre– y salgo a la calle con la mejor de las actitudes. Pero te digo que algunos hacen escándalo de las anécdotas de tipos simples y dirigen la mirada atónita a la cabeza, o al cuello, o a los zapatos, al tiempo que se apartan un poco del camino. Yo sé que lo hacen porque no soportan ver pasar a un hombre felíz sin el brazo derecho.
Ayer invité a cenar a Inés. Ella aceptó después de un poco de insistencia. Camino a su casa, le pasé por la espalda el brazo que no tengo. Ella no dijo nada, pero me lanzó esa misma mirada de todos que ya empieza a cansarme un poco. Yo saludo a la bandera, toco a la puerta, pido la cuenta, voto en las convenciones, y parece que la gente ha decidido comenzar a ignorarme. Me siento bien siendo una persona normal y sin los rituales luctuosos por un brazo al que no extraño. Pero el mundo, Jaime, se está poniendo un poco huraño.
Un abrazo.

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