Los ojos bajo la boca. La nariz que apunta al cenit. Un nudo en la garganta es un dolor de cabeza. En mi reflejo descubro el error. Es recomendable palpar la superficie del espejo esperando encontrar una distorsión, un concavidad que hubiera volteado mi imagen, como en la cuenca de una cuchara. Pero el espejo es perfecto y yo un adefesio.

Con mi optimismo evasor me dispongo a encontrarle un uso a mi nueva condición. El circo, la feria, la televisión, una historia falsa que haga de esto una novela, una gira continental. No. El mundo es un mar de casos tristes donde el mío parece no haber sucedido. Lo dice el editor de una revista que, con amabilidad, habla de los inconvenientes de mi anormalidad tan tímida: "Está volteada, señor, pero si en el trance no ha perdido nada, no es nota".

El hombre cierra la puerta y yo opto por sentarme a esperar. No mucho. La sorpresa de los otros y las conveniencias de una cabeza al revés: El techo como el suelo, el aroma de lo que vuela, las mejillas limpias de lágrimas. Y la posibilidad de, un día, convertir en pasión tu pequeño beso en la frente.

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