Maru se llevó mis brazos.
Olvidó una blusa, un cordón y el Manual para Entenderla, pero se llevó mis brazos. Cuando salí a buscarla, ella iba camino a la estación y nunca pude alcanzarla. Cualquiera lo entendería: correr sin brazos, tomar un taxi sin brazos, pagar sin brazos. Deshacer el nudo de la garganta sin brazos.

En la estación yo era mirado. Corría sin poder apartar a la gente con golpes y a los niños les espantaba mi carrera de avestruz. Yo imaginaba mis brazos en su maleta verde, donde todo cabe, o colgados de su cuello como una estola, de la misma manera en que los vi por última vez. El camión se iba frente a mí cuando yo apenas llegaba. Me puse a mirarlo. Él también me miró. En sus ojos de parabrisas pude adivinar un gesto de burla.

Ella al final se fue. Yo aquí.
Tal vez regrese: me queda la sensación de que nadie se va por completo si no hay adiós, y yo, por obvias razones, no pude utilizar el ademán de las despedidas. Por eso creo que volverá. Un día abrirá su cajón o se mirará al espejo, y se dará cuenta de que mis brazos están con ella. Entonces tendrá que volver.

Y si no vuelve por el asunto de mis brazos –a los que, por cierto, ya no extraño tanto–, tal vez vuelva por el asunto de sus labios. Sé que pronto los echará de menos.

1 comentario:

Blanca dijo...

Poncho,
Hacía mucho que no leía tus escritos. Me parecen excelentes.
Gracias por compartirlos.
Saludos!
Blanca.