Eva no toma la manzana. Sacude el árbol, pero el gesto es el gesto ingenuo de quien descubre una lluvia de hojas. A su edad.

Han pasado días y Adán optó ya por el silencio, por ese pequeño destierro que lo separa de ella, siempre a una distancia pulcra, siempre cuidando que sus caminatas de bajo perfil no se confundan con los pasos de un cazador al acecho. No es para menos. Antes Adán tomó la iniciativa, sin manzana, y quiso poner su cuerpo sobre el cuerpo de Eva. Ella –o, mejor dicho, su instinto de mujer, perfeccionado de pronto, como si Eva viniera de otras Evas cuyos genes han construido un mecanismo de especie que la rebasa, como el lenguado aprendió a repetir el color del suelo que lo esconde– dice que no. Que nunca es bueno entregarse, así nada más, al primer hombre. Que prefiere guardarse para otro.

La serpiente, fastidiada, duerme. Y la historia termina ahí, literalmente.