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Jaime:
A sugerencia tuya acabé casándome con un árbol. La boda fue sencilla: sólo hubo de beber, terminó entrada la noche y sobra decir que no se bailó. Tú lo sabes, un árbol no es una mujer; pero tengo razones para haber seguido tu consejo y no haberme inclinado por algo más, como una jirafa, un edificio, una silla o un libro. Uno lleva consigo a todos lados cierta melancolía y yo no pude evitar ver en un árbol algunas formas de mujer: cientos de brazos con cientos de manos con cientos de dedos, una melena de la que me gusta espantar las aves, una gran falda que sabe bien prometer.
De la mujer acabé extrañando la voz, las caderas y las caminatas, pero sigo prefiriendo un árbol. Un árbol no mata y no mira (dos pecados que a veces son el mismo). Pero sobre todo —y es por eso que sigo aquí— un árbol no tiene espalda.
¿O será que las tiene todas?