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—Y para finalizar ¿quisiera decir unas palabras?
—Sí, claro: manglar, monolito, azahar, libélula.


—Pero ¿qué es una metáfora?
—¿Una metáfora? No creo que sea un asunto fácil de explicar.
—¿Podría intentarlo?
—Veamos. Imagine usted que quiere decir algo, pero no encuentra las palabras para hacerlo. Guarda entonces un breve silencio que pronto se convierte en algo más pesado, como un árbol viejo. Del árbol podrían colgar frutos blandos, pero lo que cuelga son conejos que si están cerca se comen entre sí. La precaria cola que los sostiene acaba casi siempre por salvarles la vida en una caída más o menos estrepitosa. Pero en el suelo las cosas no son del todo sencillas: habrán de improvisar alas con pedazos de hojas secas, tarea que se torna difícil en tiempos distintos del otoño. Si el conejo no es docto en los trabajos de ingeniería, se recomienda un seminario de cuarenta horas que acaba siempre con un pequeño brindis de graduación. La mayoría de los conejos lo logra, pero algunos, los menos, no tendrán manera de levantar el vuelo en el momento decisivo, cuando un hombre de aspecto regular partirá el planeta en dos, lentamente, como quien desgaja una mandarina.
—Ya entiendo.


—Ya que estamos en esto, ¿sería capaz de contarnos un cuento?
—¿Ahora? ¿En este momento?
—¿Por qué no?
—Bien. Puedo intentarlo.
—Lo escuchamos entonces.
—"El día que supe que la amaba, ella me dio un beso corto y se bajó en Valtierra y Matamoros".
—...
—...
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué más?
—Nada más.
—¿Eso es todo? ¿Ése es el cuento?
—Creo que sí.
—Pero cualquiera sabe que un cuento, además de un principio, tiene también un final.
—Así es.


—¿Cree usted en los fantasmas?
—Desde luego.
—¿Se ha encontrado con uno alguna vez?
—No, a decir verdad.
—¿No le resulta extraño creer en algo que jamás ha visto?
—Creemos en lo que no vemos. Creemos en dios, pero nunca confesamos nuestra fe en, por ejemplo, los trenes.
—De cualquier manera ¿no le parece que sería conveniente para su reputación alguna vez encontrarse con un fantasma?
—Sería bueno. Sin embargo, se me ocurre que creer debería ser el primer paso para un encuentro eventual.
—Pero usted ya cree en los fantasmas.
—Sin duda. Faltaría ver si ellos creen en mí.


—Y, después de su rotundo fracaso ¿sigue teniendo la misma idea de la fe?
—Sí. La fe es un instrumento poderoso.
—Pero ha ayunado por veinte días, ha permanecido en silencio, concentrado y orando, ha cantado alabanzas inentendibles todas las noches, y la montaña no se ha movido un sólo centímetro.
—En lo dicho. Nunca subestime usted la fe de una montaña.


—Y del llanto, ¿qué me dice del llanto?
—El llanto, me parece, es una reacción inmediata a la frustración. De recién nacido no le dedicaba más tiempo a otra cosa que no fuera llorar. De niño el llanto es un sustituto de la palabra, y parece que uno siempre llora cuando algo le falta.
—¿Y ahora, de adulto?
—Ahora es distinto. Hace meses que no lloro.
—¿Es decir que conforme pasa el tiempo, uno llora menos?
—Así parece.
—¿Menos frustración?
—No. Más costumbre.