Entro buscando espantar la soledad, como si la soledad tuviera las costumbres de una mosca. Pero no, es más persistente y más grande. "Es un mal lugar" pienso. Pero decido quedarme aquí y no salir por donde entré, para evitar un ademán que le sumaría a mi aspecto solitario un aire de animal desorientado que prefiero no presumir. No hoy. Entonces elijo la barra, frente a la plancha. El paisaje es más estimulante: los colores de los pescados, la masa de arroz, los racimos verdes. Del techo cuelga disecado un pez globo. Puedo imaginar cómo llegó ahí si recorro el camino que lo trajo de la red a la mesa de un taxidermista casero. Prefiero la versión que tiene que ver con su nombre, e imagino que acabó en el techo como lo haría el globo de cualquier niño. "Estoy solo" pienso. Busco entonces un interlocutor. El pez globo, imposible: entre otros efectos secundarios, la taxidermia produce en el individuo la incapacidad de tomar parte en cualquier conversación. La ensalada de surimi no parece tener una actitud dispuesta al diálogo. Al medregal, en su condición de filete, le han sido amputadas todas las formas posibles de entablar una charla digna. Se acerca un mesero. "¿Qué le sirvo?" pregunta. "No tengo idea" pienso. "Un salmón asado" contesto. La plática ha sido sustanciosa, pero no lo suficiente como para llenar el vacío que han dejado las horas de silencio. "Sigo solo" pienso. Aún no lo sé, pero la soledad no es algo que se cure con la compañía. Ya lo sabré algún día. Un sonido de brasas sale de la plancha y produce un olor nuevo para mí, un olor salado y blando. Que el olor no me recuerde a nada, no importa, a estas alturas cualquier cosa —incluso lo que no se recuerda— se puede usar como objeto de melancolía. Lo que sigue es llorar.

Vuelve el mesero. Acerca un par de palillos y una toalla caliente. Frente a mí deja una botella de salsa de soya. "Soy sauce" dice la botella. "Yo también" pienso.