Tuerto es tuerto. Cualquiera que lo conozca diría que no hace falta decirlo, pero vale aclararlo si consideramos que no necesariamente nuestro nombre es reflejo de lo que somos. En este caso él es tuerto y así se llama. No sucede así con José María Gómez-Uruchurto, cuyo nombre de historiador no hace juego con su oficio de cajero, y mucho menos con la chamarra que lleva siempre a todos lados, más digna de un Ricardo o de un Samuel. O como su amigo, quien desde corta edad recibió el apodo de camello y realmente no lo es. Pero Tuerto es tuerto. Y nadie sabe si primero vino el nombre, o primero se fue el ojo, pero eso es algo que ya no importa, porque la historia no está de moda y andar por ahí juntando anécdotas ya empieza a ser mal visto. Por eso, cuando a Tuerto le preguntan cosas, cierra el ojo, dobla la cabeza y cambia el tema.

—¿Usted se llama Tuerto porque le falta un ojo? ¿o al revés?

Lo que importa es que es tuerto, prefiere los dados a las cartas y, como casi todo el mundo, duerme de lado. Se rasca la cabeza de vez en cuando y habla un poco bajo. En fin, fuera de la particularidad que le da el nombre, Tuerto es un hombre común. Le gusta el cine. Su película favorita es Lo que el viento se llevó, aunque de la escena del beso se perdió la parte de Clark Gable. "Me gusta el cine porque sólo contiene pedazos de la vida que valen la pena", dice Tuerto. "En una película nadie pierde el tiempo esperando un taxi, yendo al baño o decidiéndose a salir. Sólo suceden cosas importantes. Así debería ser la vida: lo que no falta, sobra". De manera que a Tuerto, si no fuera tuerto, le sobraría un ojo.

Es así como ha preferido olvidar todo lo que, a su manera de ver —evítense aquí las ironías—, le sobra. Tal afán lo ha llevado a vivir una vida de economía envidiable. Sólo lo necesario: los amigos precisos, la leche deslactosada y los libros sin apéndice. Tuerto ha sabido convertir en prescindible casi la totalidad del mundo que lo rodea.

Pero hay cosas de las que Tuerto no se ha podido deshacer. El pasado (para el que no hay cirugía), un gato con los pies blancos (que siempre regresa) y, sobre todo, una tristeza infinita, acumulada de tanto llorar a medias.

—¿Tuerto? ¿De verdad, así se llama usted?